Idilio en el café
Ahora me pregunto si es que toda la vida
hemos estado aquí. Pongo, ahora mismo,
la mano ante los ojos -qué latido
de la sangre en los párpados- y el vello
inmenso se confunde, silencioso,
a la mirada. Pesan las pestañas.
No sé bien de qué hablo. ¿Quiénes son,
rostros vagos nadando como en un agua pálida,
éstos aquí sentados, con nosotros vivientes?
La tarde nos empuja a ciertos bares
o entre cansados hombres en pijama.
Ven. Salgamos fuera. La noche. Queda espacio
arriba, más arriba, mucho más que las luces
que iluminan a ráfagas tus ojos agrandados.
Queda también silencio entre nosotros,
silencio
y este beso igual que un largo túnel.
Ahora me pregunto si es que toda la vida
hemos estado aquí. Pongo, ahora mismo,
la mano ante los ojos -qué latido
de la sangre en los párpados- y el vello
inmenso se confunde, silencioso,
a la mirada. Pesan las pestañas.
No sé bien de qué hablo. ¿Quiénes son,
rostros vagos nadando como en un agua pálida,
éstos aquí sentados, con nosotros vivientes?
La tarde nos empuja a ciertos bares
o entre cansados hombres en pijama.
Ven. Salgamos fuera. La noche. Queda espacio
arriba, más arriba, mucho más que las luces
que iluminan a ráfagas tus ojos agrandados.
Queda también silencio entre nosotros,
silencio
y este beso igual que un largo túnel.
Jaime Gil de Biedma
El seu poema preferit:
RIBERA DE LOS ALISOS
Los pinos son más
viejos.
Sendero
abajo,
sucias de arena y rozaduras
igual que mis rodillas cuando
niño,
asoman las
raíces.
Y allá en el fondo el río entre
los álamos
completa como siempre este
paisaje
que yo quiero en el mundo,
mientras que me devuelve su
recuerdo
entre los más primeros de mi
vida.
Un pequeño rincón en el mapa de
España
que me sé de memoria, porque fue
mi reino.
Podría imaginar
que no ha pasado el tiempo,
lo mismo que a seis años, a esa
edad
en que el dormir descansa
verdaderamente,
con los ojos cerrados
y despierto en la cama, las
mañanas de invierno,
imaginaba un día del verano
anterior.
Con el olor
profundo de los
pinos.
Pero están estos cambios apenas
perceptibles,
en las raíces, o en el sendero
mismo,
que me fuerzan a veces a deshacer
lo andado.
Están estos recuerdos, que sirven
nada más
para morir
conmigo.
Por lo menos la vida en el
colegio
era un indicio de lo que es la
vida.
Y sin embargo, son estas imágenes
– una noche a caballo, el
nacimiento
terriblemente impuro de la luna,
o la visión del río apareciéndose
hace ya muchos años, en un mes de
septiembre,
la exaltación y el miedo de estar
solo
cuando va a atardecer -,
antes que otras ningunas,
las que vuelven y tienen un
sentido
que no sé bien cuál
es.
La intensidad
de un fogonazo, puede que
solamente,
y también una antigua inclinación
humana
por confundir belleza y
significación.
Imágenes hermosas de una historia
que no es toda la
historia.
Demasiado me acuerdo de los meses
de octubre,
de las vueltas a casa ya de
noche, cantando,
con el viento de otoño
cortándonos los labios,
y la excitación en el salón de
arriba
junto al fuego encendido, cuando eran
familiares
el ritmo de la casa y el de las
estaciones,
la dulzura de un orden
artificioso y rústico,
como los personajes
en el papel de la
pared.
Sueño de los mayores, todo
aquello.
Sueño de su nostalgia de otra
vida más noble,
de otra edad exaltándoles
hacia una eternidad de grandes
fincas,
más allá de su miedo a morir
ellos solos.
Así fui, desde niño, acostumbrado
al ejercicio de la irrealidad,
y todavía, en la melancolía
que de entonces me queda,
hay rencor de conciencia
engañada,
resentimiento demasiado vivo
que ni el silencio y la soledad
lo calman,
aunque acaso también algo más
hondo
traigan al
corazón.
Como el latido
de los pinares, al pararse el
viento,
que se preparan para
oscurecer.
Algo que ya no es casi
sentimiento,
una disposición de afinidad
profunda
con la naturaleza y con los
hombres,
que hasta la idea de morir parece
bella y tranquila. Igual que este
lugar.
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