23 d’octubre del 2016

Adrià explica la mort del seu estimat Antínoo, Memorias de Adriano




Mort d’Antínoo

El correo de Roma acababa de llegar; la jornada transcurrió en lecturas y respuestas. Como siempre, Antínoo iba y venía silenciosamente por la habitación; nunca sabré en qué momento aquel hermoso lebrel se alejó de mi vida. Hacia la duodécima hora se presentó Chabrias muy agitado. Contrariando todas las reglas, el joven había abandonado la barca sin especificar el objeto y la duración de su ausencia; ya habían pasado más de dos horas de su partida. Chabrias se acordaba de extrañas frases pronunciadas la víspera, y de una recomendación formulada esa misma mañana y que se refería a mí. Me confesó sus temores. Bajamos presurosamente a la ribera. El viejo pedagogo se encaminó instintivamente hacia una capilla situada junto al río, pequeño edificio aislado pero dependiente del templo, que Antínoo y él habían visitado juntos. En una mesa para las ofrendas, las cenizas de un sacrificio estaban todavía tibias. Cabrias hundió en ellas los dedos y extrajo unos rizos cortados.

No nos quedaba más que explorar el ribazo. Una serie de cisternas que habían debido de servir antaño para las ceremonias sagradas, comunicaban con un ensanchamiento del río. Al borde de la última, a la luz del crepúsculo que caía rápidamente, Chabrias percibió una vestidura plegada, unas sandalias. Bajé los resbaladizos peldaños: estaba tendido en el fondo, envuelto ya por el lodo del río. Con ayuda de Chabrias, conseguí levantar su cuerpo, que de pronto pesaba como de piedra. Chabrias llamó a los remeros, que improvisaron unas angarillas de tela. Reclamado con todo apuro, Hermógenes no pudo sino comprobar la muerte. Aquel cuerpo tan dócil se negaba a dejarse calentar, a revivir. Lo transportamos a bordo. Todo se venía abajo; todo pareció apagarse. Derrumbarse el Zeus Olímpico, el Amo del Todo, el Salvador del Mundo, y sólo quedó un hombre de cabellos grises sollozando en el puente de una barca.

Antínoo había muerto. Me acordaba de los lugares comunes tantas veces escuchados: se muere a cualquier edad, los que mueren jóvenes son los amados de los dioses. Yo mismo había participado de ese infame abuso de las palabras, hablando de morirme de sueño, de morirme de hastío. Había empleado la palabra agonía, la palabra duelo, la palabra pérdida. Antínoo había muerto.

Amor, el más sabio de los dioses... Pero el amor no era responsable de esa negligencia, de esas durezas, de esa indiferencia mezclada a la pasión como la arena al oro que arrastra un río, de esa torpe inconsciencia del hombre demasiado dichoso y que envejece. ¿Cómo había podido sentirme tan ciegamente satisfecho? Antínoo había muerto. Lejos de haber amado con exceso, como Serviano lo estaría afirmando en ese momento en Roma, no había amado lo bastante para obligar al niño a que viviera. Chabrias, que como iniciado órfico consideraba que el suicidio era un crimen, insistía en el lado sacrificatorio de ese fin; yo mismo sentía una especie de horrible alegría cuando pensaba que aquella muerte era un don. Pero sólo yo podía medir cuánta actitud fermenta en lo hondo de la dulzura, qué desesperanza se oculta en la abnegación, cuánto odio se mezcla con el amor. Un ser insultado me arrojaba a la cara aquella prueba de devoción; un niño, temeroso de perderlo todo, había hallado el medio de atarme a él para siempre. Si había esperado protegerme mediante su sacrificio, debió pensar que yo lo amaba muy poco para no darse cuenta de que el peor de los males era el de perderlo.


El monumento previsto en las puertas de Antínoo me parecía igualmente demasiado público, y por tanto poco seguro. Acepté el consejo de los sacerdotes. Me indicaron, en el flanco de una montaña de la cadena arábiga, a unas tres leguas de la ciudad, una de las cavernas que los reyes de Egipto utilizaban antaño como pozos funerarios. Un tiro de bueyes arrastró el sarcófago por la pendiente. Con ayuda de cuerdas se lo hizo resbalar por los corredores subterráneos, hasta dejarlo apoyado contra la pared de roca. El niño de Claudiópolis descendía a la tumba como un faraón, como un Ptolomeo. Lo dejamos solo. Entraba en esa duración sin aire, sin luz, sin estaciones y sin fin, frente a la cual toda vida parece efímera; había alcanzado la estabilidad, quizá la calma. Los siglos contenidos en el seno opaco del tiempo pasarían por millares sobre esa tumba sin devolverle la existencia, pero sin agregar nada a la muerte, sin poder impedir que un día hubiera sido. Hermógenes me tomó el brazo para ayudarme a remontar el aire libre; sentí casi alegría al,volver a la superficie, al ver de nuevo el frío cielo azul entre dos filos de rocas rojizas. El resto del viaje fue breve. En Alejandría, la emperatriz se embarcó rumbo a Roma.

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