19 de juny del 2015

Un tastet de La elegancia del erizo


Cada vez que ocurre, es como un milagro. Toda la gente, todas las preocupaciones, todos los odios y todos los deseos, todas las angustias, todo el año de colegio con sus vulgaridades, sus acontecimientos menores y mayores, sus profes, sus alumnos abigarrados, toda esa vida en la que nos arrastramos, hecha de gritos y de lágrimas, de risas, de luchas, de rupturas, de esperanzas frustradas y de suertes inesperadas: todo desaparece de pronto cuando el coro empieza a cantar. El curso de la vida se ahoga en el canto, de golpe hay una impresión de fraternidad, de solidaridad profunda, de amor incluso, que diluye la fealdad cotidiana en una comunión perfecta. Hasta los rostros de los cantantes se transfiguran: ya no veo a Achille GrandFernet (que tiene una bellísima voz de tenor), ni a Déborah Lemeur, ni a Ségoléne Rachet, ni a Charles Saint-Sauveur. Veo seres humanos que se entregan en el canto.

Cada vez ocurre lo mismo, siento ganas de llorar, tengo un nudo en la garganta y hago todo lo posible por dominarme pero, a veces, me resulta muy difícil: apenas puedo reprimir los sollozos. Entonces, cuando cantan en canon, miro al suelo porque es demasiada emoción a la vez: es demasiado hermoso, demasiado solidario, demasiado maravillosamente en comunión. Dejo de ser yo misma, paso a ser parte de un todo sublime al cual pertenecen también los demás, y en esos momentos me pregunto siempre por qué no es la norma de la vida cotidiana en lugar de ser un momento excepcional.
Cuando la música enmudece, todo el mundo aclama, con el rostro iluminado, a los integrantes del coro, radiantes. Es tan hermoso.

                                                                                                        Muriel Barbery


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