Se sentía en Florencia, más que en ninguna otra parte, la fuerza de la vida. Se sentía latir y vibrar y estremecerse a la ciudad de puerta en puerta. Y se sentía al arte también, la presencia permanente, vital, del arte. Los rostros, los
ademanes, se transfiguraban en esa atmósfera, como si requirieran el fondo
familiar de las pinturas o el modelado del mármol y del bronce para destacarse
con intensidad propicia. Iban por la calle unos niños cantando, danzando, y
componían un bajorrelieve de Mino da Fiesole o de Luca della Robbia; iban
unos graves, pulcros adolescentes, y era Donatello; iba un guerrero, y era
Pollaiuolo; iban unos paisanos, y era Ghiberti; iba un caballero delgado, como
una flor el traje de brocado de plata, y era Benvenuto Cellini; iban unas damas, con collares de rica armazón y alhajas en las mangas de terciopelo, ceñidas las
frentes por aros de oro, y era Pontormo; iba un atleta, y era Miguel Ángel.
(Manuel Mujica Lainez)
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