Mort d’Antínoo
El correo de Roma acababa de
llegar; la jornada transcurrió en lecturas y respuestas. Como siempre, Antínoo
iba y venía silenciosamente por la habitación; nunca sabré en qué momento aquel
hermoso lebrel se alejó de mi vida. Hacia la duodécima hora se presentó
Chabrias muy agitado. Contrariando todas las reglas, el joven había abandonado
la barca sin especificar el objeto y la duración de su ausencia; ya habían
pasado más de dos horas de su partida. Chabrias se acordaba de extrañas frases
pronunciadas la víspera, y de una recomendación formulada esa misma mañana y
que se refería a mí. Me confesó sus temores. Bajamos presurosamente a la
ribera. El viejo pedagogo se encaminó instintivamente hacia una capilla situada
junto al río, pequeño edificio aislado pero dependiente del templo, que Antínoo
y él habían visitado juntos. En una mesa para las ofrendas, las cenizas de un
sacrificio estaban todavía tibias. Cabrias hundió en ellas los dedos y extrajo
unos rizos cortados.
No nos quedaba más que explorar
el ribazo. Una serie de cisternas que habían debido de servir antaño para las
ceremonias sagradas, comunicaban con un ensanchamiento del río. Al borde de la
última, a la luz del crepúsculo que caía rápidamente, Chabrias percibió una
vestidura plegada, unas sandalias. Bajé los resbaladizos peldaños: estaba
tendido en el fondo, envuelto ya por el lodo del río. Con ayuda de Chabrias,
conseguí levantar su cuerpo, que de pronto pesaba como de piedra. Chabrias
llamó a los remeros, que improvisaron unas angarillas de tela. Reclamado con
todo apuro, Hermógenes no pudo sino comprobar la muerte. Aquel cuerpo tan dócil
se negaba a dejarse calentar, a revivir. Lo transportamos a bordo. Todo se
venía abajo; todo pareció apagarse. Derrumbarse el Zeus Olímpico, el Amo del
Todo, el Salvador del Mundo, y sólo quedó un hombre de cabellos grises
sollozando en el puente de una barca.
Antínoo había muerto. Me acordaba
de los lugares comunes tantas veces escuchados: se muere a cualquier edad, los
que mueren jóvenes son los amados de los dioses. Yo mismo había participado de
ese infame abuso de las palabras, hablando de morirme de sueño, de morirme de
hastío. Había empleado la palabra agonía, la palabra duelo, la palabra pérdida.
Antínoo había muerto.
Amor, el más sabio de los
dioses... Pero el amor no era responsable de esa negligencia, de esas durezas,
de esa indiferencia mezclada a la pasión como la arena al oro que arrastra un
río, de esa torpe inconsciencia del hombre demasiado dichoso y que envejece.
¿Cómo había podido sentirme tan ciegamente satisfecho? Antínoo había muerto.
Lejos de haber amado con exceso, como Serviano lo estaría afirmando en ese
momento en Roma, no había amado lo bastante para obligar al niño a que viviera.
Chabrias, que como iniciado órfico consideraba que el suicidio era un crimen,
insistía en el lado sacrificatorio de ese fin; yo mismo sentía una especie de
horrible alegría cuando pensaba que aquella muerte era un don. Pero sólo yo
podía medir cuánta actitud fermenta en lo hondo de la dulzura, qué desesperanza
se oculta en la abnegación, cuánto odio se mezcla con el amor. Un ser insultado
me arrojaba a la cara aquella prueba de devoción; un niño, temeroso de perderlo
todo, había hallado el medio de atarme a él para siempre. Si había esperado
protegerme mediante su sacrificio, debió pensar que yo lo amaba muy poco para
no darse cuenta de que el peor de los males era el de perderlo.
El monumento previsto en las
puertas de Antínoo me parecía igualmente demasiado público, y por tanto poco
seguro. Acepté el consejo de los sacerdotes. Me indicaron, en el flanco de una
montaña de la cadena arábiga, a unas tres leguas de la ciudad, una de las
cavernas que los reyes de Egipto utilizaban antaño como pozos funerarios. Un
tiro de bueyes arrastró el sarcófago por la pendiente. Con ayuda de cuerdas se
lo hizo resbalar por los corredores subterráneos, hasta dejarlo apoyado contra
la pared de roca. El niño de Claudiópolis descendía a la tumba como un faraón,
como un Ptolomeo. Lo dejamos solo. Entraba en esa duración sin aire, sin luz,
sin estaciones y sin fin, frente a la cual toda vida parece efímera; había
alcanzado la estabilidad, quizá la calma. Los siglos contenidos en el seno
opaco del tiempo pasarían por millares sobre esa tumba sin devolverle la
existencia, pero sin agregar nada a la muerte, sin poder impedir que un día
hubiera sido. Hermógenes me tomó el brazo para ayudarme a remontar el aire
libre; sentí casi alegría al,volver a la superficie, al ver de nuevo el frío
cielo azul entre dos filos de rocas rojizas. El resto del viaje fue breve. En
Alejandría, la emperatriz se embarcó rumbo a Roma.